miércoles, 13 de enero de 2016

EN EL ARROYO TAGARETE...

Por @GuardianesSFC 

Los que conocemos algo la historia del fútbol sevillano sabemos el lugar que ocupó cada club en esta ciudad desde siempre. Quizás algunos espejismos, unidos a momentos bajos del llamado a dominar Sevilla per secula seculorum y el gusto por la fábula en el equipo que siempre fue sometido, les hizo albergar alguna esperanza, a pesar de que nació con la impronta de ser rival del que le tuvo siempre bajo su sombra. 

Los arenales del arroyo sevillano del Tagarete (llamado por el ingeniero Moliní la “magna cloaca”, pues allí venían a acumularse las aguas residuales de la ciudad), en los que jugaban aquellos mozos del Balompié en torno a 1909, fueron testigos de cómo eran objeto de la burla de los jugadores sevillistas que pasaban camino de la Trinidad, lo que a buen seguro trajo algunos altercados. Aquello, más de cien años después, se antoja como una monumental metáfora del porvenir que la Historia, no las leyendas, depararía para unos y otros. 

Y como el nacer lechón culminará en morir siendo cochino indefectiblemente, como inexorable ley de la naturaleza, lo vivido en las gradas del Ramón Sánchez-Pizjuán anoche fue una rememoración a gran escala de lo que ocurría habitualmente hace más de un siglo en aquel –muchas veces- arroyo pestilente, el “Sus escrofa” estaba justo en el momento de su sentencia. 

El Sevilla FC fulminó ayer, no solo al equipo de La Palmera, sino a todos y a cada uno de ese millón de béticos que pregonó Emilio Carrillo, el único estadístico del mundo que cuantifica de oído, y especialmente a todos y cada uno de los 44.000 socios que dicen que tienen este año. Podría hacerse una foto a cada uno del momento en que les partimos el corazón en dos, como si de un Ralph Wiggum se tratasen, y colocarlas en múltiples álbumes para la historia para que no se olvidase jamás. O como hace UEFA.com en su concurso para que los aficionados que asistimos a finales europeas nos identifiquemos en el estadio. 

Se dejó de manifiesto cuáles son, desde siempre, las diferencias deportivas, sociales, e institucionales entre ambos clubes. La inmensa distancia existente entre dos idiosincrasias que son antagónicas y que definen dos estilos muy claros. 

La idiosincrasia del mal perder que encierra y pone vallas a los jugadores contrarios, la de la mala baba que exhibe el escudo del contrario en color verde, la de acribillar a los aficionados rivales su propio himno hasta la extenuación, que no se diferencia en absolutamente nada a aquella que ponía bustos de bronce en el palco, tuneaba portadas de feria, tapaba enchufes en el vestuario visitante que regaba con salfumán y lo hacía irrespirable. No se trata de loperismo, no, que no te engañen más, sino de beticismo, no sólo por ser una constante en el tiempo, sino porque tanto las antiguas vilezas como las modernas, fueron y son jaleadas alegremente por la inmensa mayoría de su infinita masa social, inexplicablemente desmemoriada y tozuda en eso de venirse arriba ante cualquier situación absurda para el común de los mortales. Excepciones, pocas, muy pocas, y con la boca pequeña. 

Este será un episodio más que sus historiadores y literatos varios callarán como nunca y omitirán como siempre. Harán como si no hubiese existido, y terminarán por darle la vuelta, para detenerse en mentiras ufanas que sus mentes fantasearán como inyección de moral de una gloria inexistente. No hay rival, no lo hubo nunca, jamás nos superaron en nada. 

La grada de Nervión una vez más se reinventó llena de gracia e ingenio aplaudiendo a rabiar por ejemplo, un disparo a puerta del equipo contrario, o tarareando con miles de luminarias móviles a compás el himno rival, que ya dejó de serlo, si es que alguna vez lo fue. No cabe mayor humillación desde la sutileza. 

El arroyo Tagarete existe en el mundo subterráneo sevillano, fluye oculto bajo el suelo de la ciudad de Sevilla, en oscuros túneles, para desembocar discretamente, sin que nadie se alerte y extrañe por ello, en el río Guadalquivir, ese lugar por el que navega la plata de la verdadera gloria.

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